lunes, 10 de agosto de 2009

Historia de la zafra




28 de junio de 1966 los militares tomaron el poder en Buenos Aires y, menos de dos meses más tarde, enviaron quinientos gendarmes y policías federales a la provincia de Tucumán para ocupar y cerrar por la fuerza siete fábricas azucareras. En el curso de los años que siguieron, sucesivas medidas de aquel Poder Ejecutivo Nacional (PEN) condujeron a la clausura definitiva de 11 de los 27 ingenios que operaban en la provincia, desatando un auténtico cataclismo social y económico. Las medidas del régimen militar comprendieron, además, la eliminación de unos 10.000 pequeños productores cañeros y la reducción de 120.000 hectáreas de cultivos. La provincia se sumergió en el marasmo más completo a medida que su producción se contraía en un 40 por ciento y que la desocupación arrojaba al exilio interior a unos 200.000 tucumanos. Los cierres, la parálisis económica y las quiebras se extendieron por toda la provincia, afectando a la actividad manufacturera, artesanal y mercantil que se vinculaba estrechamente con el ciclo anual de la zafra y la molienda: grandes y pequeños comerciantes, proveedores de máquinas y herramientas para los ingenios y las fincas cañeras, carpinteros y herreros, tenderos, almaceneros e infinidad de pequeños comerciantes. Varios miles de zafreros santiagueños y catamarqueños, que arribaban cada año para las cosechas, perdieron a su vez lo que representaba su fuente de trabajo principal en una lenta agonía que puso fin, con el tiempo (porque a ello contribuiría, también, la creciente tecnificación del agro tucumano), a esa migración estacional que poblaba periódicamente los campos tucumanos. Al finalizar la década, el territorio de Tucumán se asemejaba a un 'paisaje después de la batalla', sembrado de pueblos fantasma, en los que sólo quedaban niños, mujeres y ancianos. Buenos Aires y las ciudades del Litoral argentino tendrían que experimentar la década menemista para conocer, recién, una situación parecida.
En aquel escenario dantesco, la dictadura militar escogió como uno de sus blancos principales a la Compañía Azucarera Tucumana (CAT), cuatro de cuyos cinco ingenios fueron clausurados por el 'plan' de Salimei para Tucumán, anunciado el 21 de agosto de 1966. De las fábricas que conformaban el grupo CAT, que representaba un 20 por ciento de la producción azucarera tucumana, al menos tres se contaban entre las más eficientes de la actividad. La misma enormidad del despropósito, que amenazó con provocar una guerra social (que nunca llegó, sin embargo, como no fuese bajo la forma de desesperadas e ineficaces rebeldías, pero que alimentaría poco después los brotes de terrorismo y de contraterror criminal del Estado) obligó a Onganía a permitir que la CAT reabriera, en 1967, dos de los ingenios que le habían clausurado. A los pocos años, sin embargo, los funcionarios del PEN militar tramaron un complot para presentar a los directivos de la firma como los autores de un escandaloso negociado, que la prensa de todo el país calificó como el 'affaire del azúcar', una especie de supremo negociado del siglo. Los empresarios de la CAT fueron perseguidos, apresados, procesados y, cuando todo eso no resultó suficiente, los militares los convirtieron en prisioneros 'a disposición del PEN', sin necesidad de acusación alguna, invocando el estado de sitio que habían impuesto. La CAT fue intervenida, confiscada y obligada a una quiebra forzosa, y sus bienes y fábricas fueron traspasados a una empresa estatal creada para tal fin, la Compañía Nacional Azucarera S.A. (CONASA), administrada por coroneles, cuya existencia se prolongó hasta que una nueva dictadura militar, la del 'Proceso', reprivatizó los ingenios, rematándolos a precio vil. ¿Qué significado debemos darle a esos acontecimientos, en particular a la persecución encarnizada contra la CAT? ¿Tienen alguno? Para comenzar, digamos que gran parte del país se tragó la fábula, creada por aquellos gobernantes, de que habrían actuado para 'racionalizar' la actividad, para castigar la delincuencia económica y 'moralizar' su industria azucarera, y para promover al fin el desarrollo de la provincia de Tucumán. Semejante credulidad puede comprenderse porque la mayoría de la gente que compone nuestra sociedad estaba preparada para creerlo y, sobre todo, porque quería creerlo; y porque a ciertos industriales azucareros rivales, tanto de Tucumán como a los de afuera, en particular los grupos de Arrieta-Blaquier y Patrón Costas (propietarios de los ingenios Ledesma y San Martín de Tabacal en Salta y Jujuy), les convenía propagandizar la impostura, debido a que fueron cómplices y beneficiarios de la intriga. La demolición de la CAT fue sólo una parte de la brutal amputación practicada en la economía tucumana, pero lo curioso, y en cierta medida trágico, es que ese feroz ataque contra la provincia nunca fue considerado como tal ni siquiera en la propia provincia, sino como una crisis natural e inevitable de su enferma economía. La abrumadora mayoría de las descripciones históricas usuales contienen esta narrativa, que denominé en otro trabajo como la sacarofobia de la cultura argentina , con lo que aludo a un componente cristalizado como el azúcar, pero cristalizado en el cerebro de los argentinos, y especialmente en el de los porteños. La sacarofobia es un ideologema, una falacia, un argumento que no es verdadero, aunque presente la apariencia de tal; se funda en una petición de principio que integra la mentalidad promedio del país, y no tan promedio, porque la sacarofobia es cultivada y argumentada por historiadores, sociólogos y economistas de todas las escuelas y todas las ideologías, desde la izquierda a la derecha del espectro político e intelectual argentino. En pocas palabras, la sacarofobia es la representación de todo lo que tiene que ver con el mundo azucarero de Tucumán (¿quién sabe qué es Ledesma, o Tabacal, cuando se habla del atraso tucumano?) como el compendio del mal encarnado en la historia: el mal en un sentido moral, porque sus propietarios habrían sido -hasta hoy- unos malvados explotadores, ricos ausentistas y ladrones del fisco; el mal en un sentido físico o material, porque los sacarófobos imaginan que los ingenios tucumanos no son más que chatarra obsoleta; el mal en un sentido histórico, en fin, porque la sola palabra azúcar evoca a unos industriales presuntamente incompetentes que impusieron un modelo de sociedad retrógrada, edificado sobre la injusticia social. Como todo mal verdadero, metafísico y absoluto, el mundo azucarero tiene la propiedad de ser una pesadilla recurrente para el sacarófobo, un mal de nunca acabar. ¿Cuándo terminará la pesadilla del azúcar, cuándo dejaremos de oír reclamos provenientes de esa provincia?', se pregunta el sacarófobo, y sueña con el fin de la historia azucarera de Tucumán. Ahora bien, un motivo universalmente aceptado del credo sacarófobo consiste en la referencia a 'los ladrones de la CAT': este motivo es uno de los dogmas del credo y constituye un rasgo casi idiosincrásico de todo argentino (como de la mayoría de los tucumanos) de aquella generación que conserva alguna memoria histórica de los años 1960' y 1970'. ¿Tiene algo que ver todo esto con el mundo real? En realidad carece de importancia, porque un ideologema no necesita de ninguna correspondencia con el mundo real, ya que se alimenta de otras fuentes, que no son sin duda las empíricas. Porque la sacarofobia es un cristal mental que, a diferencia del azúcar, no se disuelve con nada. Sin embargo, como no llevaré mi escepticismo al extremo, la anécdota contenida en este trabajo debe leerse como una invitación a reconsiderar la historia reciente del país.



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